HE VISTO A LOS HABITANTES DEL EDÉN DEGOLLADOS POR LA MÁCHAIRA.
Pero sus ojos no reflejaban ni el cielo ni la tierra;
tampoco el árbol, el río, la montaña:
no eran verdes, azules, pardos,
sino negros.
Del negro de la noche,
más profunda que los campos del Elíseo:
más infinita que los paraísos que la humanidad ha imaginado.
Era la oscuridad de una triste mirada nunca antes impresa en mis pupilas;
hasta que, en el ritual que me volvió un hombre,
empuñé mi gran ímpetu y mi poca fuerza,
blandiendo en el aire lo ineludible:
la muerte.
HE VISTO A LOS HABITANTES DEL EDÉN DEGOLLADOS POR LA MÁCHAIRA.
Fue la inauguración de la civilización: un gesto
aprendido del mismísimo Apolo Mácheiros, quien
nos enseñó a sacrificar a los que caminan la Tierra,
para satisfacer a los que habitan el Olimpo,
todo a cambio de un poco de progreso metálico.
Entonces Apolo, que es también Hegemón, “el que dirige”,
exhortó a los césares a guiar el rebaño.
Y nuestro golpe, abriera surcos en el humano o en el animal,
empezó a ser siempre civilizador.
HE VISTO A LOS HABITANTES DEL EDÉN DEGOLLADOS POR LA MÁCHAIRA.
Financiados por los jesuitas, veinticinco muchachos capitalinos
viajamos quinientos kilómetros al sur: la misión
era construir un parque para los lugareños.
Una semana tardamos en segar la maleza que cubría
esas dos hectáreas tan silvestres como selváticas;
entonces seguimos con el acarreo de
solerillas de concreto y otros materiales, y
unos días después los niños ya estaban
jugando felices en el columpio y el resbalín.
Porque yo era muy esquelético pero a la vez muy resistente,
mis compañeros me apodaron “The Machine”.
Y un aldeano comentó que “Esa maleza era un motel,
pero ustedes la han vuelto un espacio cívico”.
En agradecimiento por el trabajo, los vecinos de
Pueblo Seco –que no era seco, sino que lo rodeaba el Río Diguillín–,
faenarían un cordero.
Los huasos nos invitaron a participar del sacrificio;
sólo tres chicos aceptamos.
Y, a la bestia atada, puesta encima del mesón,
me acerqué y la consolé:
si me importaba verla morir, era no por morbo,
sino para que, al momento de su partida,
entre los presentes, hubiera alguien (yo)
que habría preferido liberarla.
Uno de los hombres me ofreció el honor de ser quien lo degüelle;
la idea me gustó: que fuera mi mano,
fina, trémula,
compasiva,
que antes lo había acariciado,
la que ahora sobre su carne descargara
la muerte.
Ese cordero era más racional y sociable
que cualquier criatura humana de un día, una semana, un mes;
él podía entender mejor que un recién nacido
el significado del amor.
Lo miré a los ojos, para que lo último que viera
fueran los míos llenos de amor, y de
lágrimas ahogadas.
La máchaira dio en el blanco: un grueso chorro de sangre, y
durante diez minutos el animal, entre esfuerzos y fracasos,
alzaba el cuello, que una vez tras otra
caía abatido.
Hasta que su alma abandonó sus pupilas.
Para completar el ritual, bebimos el ñachi:
sangre mezclada con especias;
me provocó arcadas.
Mientras lo descueraban, la palpitación de sus músculos
empalideció mi semblante, que aún recordaba
la sensación de deslizar mi quijada sobre esa piel de cordero que
ahora era desollada por hombres que acaso nunca
sintieron su calor.
Mi resistencia se quebró:
el exceso de peso que, en esas jornadas,
“The Machine” había estado acarreando,
no pudo contra el exceso de pena, y
caí inconsciente.
En el banquete, devoré sus entrañas con cólera:
las destrocé con todo mi odio hacia
una civilización capaz de colocar esa muestra de barbarie
como su piedra angular.
Ese sacrificio fue mi Piedra de Rosetta,
y yo fui Ptolomeo V,
el eterno,
el amado de Ptah,
el dios Epífanes Eucaristos,
el que restablece la ley y el orden del mundo.
HE VISTO A LOS HABITANTES DEL EDÉN DEGOLLADOS POR LA MÁCHAIRA.
Yo, el civilizador que, al igual que Tiberio,
nunca quiso serlo, lo hice.
Y los franceses de la revolución de 1789
y los argentinos de la revolución de 1810
honraron las ideas de Jeremy Bentham, quien sabía
de justicia más que sus colegas, y concibió
una sociedad en la que se brindara por
la mayor felicidad para el mayor número,
con una moral que entre sus intereses incluyera
la capacidad de sentir dolor ya no sólo de los humanos, sino además
de los animales, que no razonan, ni hablan,
pero sufren.
Pero antes había defendido la usura;
y aun antes, inventado el panóptico,
sistema de vigilancia que acabó siendo aplicado
primero en cárceles y después, en fábricas
donde se explotaban personas
y se torturaban animales.
Eso es civilización.
Y, a fines del siglo 19,
Nietzsche abrazando el cuello y las crines del caballo azotado
fue juzgado enfermo, y confinado a un sanatorio.
También eso es civilización.
HE VISTO A LOS HABITANTES DEL EDÉN DEGOLLADOS POR LA MÁCHAIRA.
Y las intempestivas nietzscheanas
interpelaron a Kundera, quien resolvió que,
si los animales, ajenos del tiempo,
sin pasado ni futuro, en su eterno presente,
están por sobre la moral,
entonces quizá no hayan sido, como los humanos,
exiliados del Paraíso:
el caballo, el cordero,
acaso continúan habitando el Jardín del Edén.
Pero un Edén en el cual la máchaira y la civilización
han abierto tantos surcos que
el Infierno ya no cesa de asomarse.